28 de marzo de 2008

ROCK: ENTRE LA TRANSGRESIÓN Y LA INDUSTRIA

Es bastante evidente que la música no sólo refleja formas de vida y culturas grupales, sino que proporciona modelos sociales y políticos. Pero parece haber una tensión entre la asimilación y la resistencia que se dirime en la música masivamente mediada.

En este sentido, el rock es una música que se produce comercialmente para audiencias masivas, pero está inseparablemente unida a una crítica del comercialismo, de la cultura de masas y de la música pop. La paradoja se produce por la “trasgresión
subcultural” (de los punks o los rastafaris), que está llamada a ser reintegrada y funcionalizada dentro de los ciclos de rotación del capital y de su mercado. Se produce una conversión de los signos subculturales (letras, ropa, accesorios, etc.) en objetos de producción masiva y mercancía.

Pero la resistencia no puede ser siempre reducida ni automáticamente absorbida por el mercado, pues al menos cuatro generaciones han
reemprendido la contestación desde las sucesivas formas o corrientes del rock. Se dice que hay una vocación explícita, por parte del rock, a discutir la legitimidad de las construcciones simbólicas. El rock siempre ha sido un género que se define en contra del orden establecido. Su historia aparece como una secuencia continua de nuevos retos contestatarios. Estos desafíos suelen estar seguidos de denuncias de “vendidos” a los grupos que componen estas tendencias cuando se integran al mercado masivo. La historia del rock aparece como un vaivén entre el surgimiento de grupos contestatarios y una traición al sentimiento de autenticidad a través del conflictivo ingreso al mercado masivo.

Debido a su carga afectiva y a su posición rebelde, el
rock se define como generador de una sensación de libertad que se construye sobre la acentuación de lo emocional y de lo físico como elementos claves de interacción musical. El rock, según los consumidores, la industria y los artistas, es vivido como algo genuino, verdadero, intenso y lo es desde las emociones y desde el cuerpo. Es una música que alude a una experiencia definida como verdadera en donde aspectos tales como la espontaneidad, la verdad de los sentimientos (frente a la falsedad que ellos ven en la música pop, por ejemplo) y la intensidad de la experiencia vivida en la relación entre artistas y público son esenciales.

Por otro lado, el tratamiento de los géneros masivos ha tendido a reproducir, sin cuestionarla, la división que recorre la tradición de la música occidental entre alta y baja cultura, entre arte verdadero y mero entretenimiento, según la cual se asume que la música seria cuenta porque trasciende las fuerzas sociales y la música popular carece de valor porque está determinada por estas fuerzas, porque es útil o utilitaria. En este sentido, el
rock eminentemente ha trascendido las fuerzas, a nivel espacial y temporal, y al mismo tiempo es evidentemente popular en cuanto a su alcance. Es decir, se caracteriza por su crítica a los modelos dominantes pero se acerca al pop por su forma de comercialización.

Es necesario superar el punto de vista de que todo en el
rock se reduce a lo que hacen de él los managers de las casas discográficas, para poder ver las continuidades que conectan los nuevos géneros tanto con las funciones tradicionales de la música en contextos macrosociales (la música como fiesta) como con las convenciones del arte cultivado (la música como expresión de distinción e individualidad). Desde la perspectiva del sujeto oyente, reconocer las manipulaciones de la industria y los condicionantes socioculturales que sufre cada quien no quita valor a su capacidad para juzgar estéticamente lo que está oyendo y para disfrutar de ello. Precisamente, se puede considerar bueno lo que trasciende, o se supone trascender, las fuerzas sociales que operan como determinantes normales de la industria.

Este “hibridismo” parte del modo en que interactúan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, sus mercados e imaginarios, de tal manera que estos géneros musicales nos proveen claves sobre las relaciones de poder entre nuevas subjetividades y estructuras de la industria.

Esta paradoja nos rebela que un género que ha sido claramente el producto de la sociedad de consumo y de la consolidación de la industria musical a través de la tecnología de posguerra en los años 50 como lo fue el
rock, a la vez, puede entenderse o vivirse como experiencia liberadora, ya que permitiría el contacto con las “verdaderas emociones”.

El poder de lo político reside aquí de manera conflictiva en los modos como se movilizan los procesos de identificación al ritmo de las grandes
transnacionales. No es de extrañarse que, a partir de la intensidad de experiencia que proporciona la música, se construyan relatos de legitimidad y se vivan con tanta ansiedad las paradojas que inevitablemente nacen de la relación con el mercado o con el diseño de políticas culturales que determinan modos de participación en el espacio público.